Aug 29, 2023

Otra vez llegué temprano, muy temprano. Nevaba bastante fuerte, y así y todo preferí ir caminando. Inclusive se hizo de día mientras avanzaba calle arriba hacia el hospital. La nieve fresca silencia todos los ruidos, hace las pisadas sordas. Sólo podía escuchar mis suspiros, y hasta el sonido de mi respiración.

Es difícil no prever escenarios, no tener expectativas. Mientras trataba de encontrar la entrada correcta al edificio número seis, inhalaba profundo y sentía el aire helado llegar hasta mis pulmones.

Amar lo que es, lo que sea que sea…

Cuando llegué al área de los consultorios de Neurología, me encontré con los pacientes que esperaban su turno y con las enfermeras de uniforme que los acompañaban hasta la sala de espera. En su mayoría, personas mayores con dificultades serias para valerse por su cuenta, en un largo pasillo lleno de puertas y de sillas a los costados.

Mirando con atención los carteles puestos junto a cada puerta, pude dar con los del doctor que me operó en octubre. Mi mente comenzó a comprender que, realmente, la espera estaba terminando en ese mismo instante: a partir de ahora tendría la certeza de lo que estaba sucediendo conmigo hoy.

Amar el resultado que venga, abrazarlo y hacer lo que haga falta…

Di dos pasos hacia atrás, giré hacia la derecha para medir la distancia hasta la silla más cercana (no puedo aún girar a la izquierda sin marearme) y me senté. Mientras miraba la puerta del consultorio, pensaba en mis migrañas casi constantes antes de la operación, y cuánto mejor me sentía ahora.

Me dije a mi mismo qué, si antes mis síntomas habían sido alerta de otra cosa… ahora, que me siento mucho mejor… ¿No debería ser esa ausencia de síntomas una buena noticia?

A través de lo vivido, y no sólo con «Mike» (mi tumor), aprendí a ver al cuerpo como lo que es: una fuente inagotable de señales que desesperadamente quieren ser escuchadas.

Amar lo que mi cuerpo tenga para decir, sin rechazarlo…

Aprendemos a ignorar al cuerpo: usamos zapatos incómodos, ropa apretada, comemos cosas que ni siquiera son comida, adoptamos posiciones al sentarnos que son antinaturales… Nos acostumbramos tanto a lo molesto, que cuando hay algo para prestarle atención seriamente, tiene que elevarse por sobre un enorme ruido de fondo: nuestros hábitos.

El Yoga te enseña a escucharte, y creo que fue eso mismo lo que me permitió darme cuenta hace unos meses de que «algo no andaba bien» cuando tenés que tomar un analgésico por día para reducir un dolor de cabeza. Alguna vez lo dije ya, nos acostumbramos a todo, inclusive al dolor.

Después de dos semanas de no construir escenarios, o al menos de intentar no hacerlo, me encontraba sentado esperando que sea puerta se abriese, y tenía pensado estudiar cada gesto del médico cuando me saludara… por supuesto, nada de eso ocurrió.

Amar lo que es, desde este presente, sin adelantarme…

Una bata blanca entró en mi campo visual por la izquierda y me llamó por mi apellido. Me señaló la puerta cerrada con una mano y sonrió. Su cara era inescrutable. En lo que tardé en sacarme los abrigos, él ya había desplegado imágenes de mi cerebro en dos pantallas.

Me dijo que estaba «admirando mis imágenes» y lo primero que pensé era que tenía una linda cabeza, para darme cuenta de que el neurocirujano hablaba de su propio trabajo. Me pidió que mirara la pantalla de la derecha y me preguntó si veía algo anormal en la imagen… «Veo una cabeza completamente normal», le dije. «Es la tuya», me contestó.

Estaba absolutamente asombrado, no había traza alguna de «Mike» o siquiera del espacio que había dejado vacante al ser desalojado.

Entonces, aquello que el cuerpo me decía, que me sentía bien porque estaba bien, era cierto… 

El inglés no era la lengua nativa de ninguno de los dos, y a mí de pronto me costaban las palabras… el médico tomó la batuta en la conversación y me empezó a decir que no quedaban huellas aparentes del tumor. Hizo un par de movimientos con el mouse, y puso junto a ese perfil de mi cabeza obtenido recientemente, una instantánea de cuando encontraron a Mike en septiembre del año pasado. Mi cerebelo izquierdo había sido comprimido a la mitad de su tamaño esperado, gracias a este «cuerpo extraño», a esta perla que había hecho crecer dentro de mi cabeza.

Cuando le pregunté si podía ayudarme a darme cuenta de la dimensión que había tenido en mi cabeza, me dijo que si lo hubiera tenido en mi mano, no habría podido cerrar el puño sin apretarlo. Dicho de ese modo me parecía gigante.

En ese momento, amé al Lucas que fui, al que soportó todo como si una aspirina y un montón de agua fuera hacerlo desaparecer.

Amar al que lo soportó… 

Con respecto a mis mareos y vértigos, mi médico fue muy cauto y claro: podría desaparecer en unos meses, o acompañarme por el resto de mi vida. Cuando giro hacia la izquierda o hacia atrás, siento como si el mundo desapareciera y fuese a caer al vacío absoluto… como quien se asoma por encima de la cornisa de un edificio altísimo.

Empecé a hablar y el doctor me interrumpió amablemente, para decir que «cualquier consecuencia de esta naturaleza era mejor que tener un tumor cerebral» y yo comencé a reírme. Era claro que estaba acostumbrado a que los pacientes se quejaran de los efectos secundarios de las operaciones. Yo en cambio seguía asombrado de estar así, y por sobre todo con vida.

Amar al que lo sobrevivió…

Después de contarme que el patólogo tuvo que chequear varias veces que la muestra estaba viva, porque no había habido actividad celular en las dos semanas que estuvieron analizando a Mike bajo el microscopio, me dijo que era probable que hubiese tenido este tumor prácticamente toda mi vida, allí, creciendo a la sombra.

En el Yoga se habla de «samskaras» como marcas profundas que nos dejan los acontecimientos que vivimos, bloqueos en nuestra mente que pueden llegar al cuerpo… teniendo en cuenta que todo lo que está en nuestro cuerpo tiene algún factor emocional, además de lo genético y lo medioambiental… no podía dejar de preguntarme qué fue lo que hizo que dejara que una célula que creció descontrolada terminara transformándose  en algo más grande que un damasco.

En estos meses, descubrí que a los médicos les encanta comparar a los tumores con frutas, los hace parecer más inofensivos. En cambio, parece que los pacientes solemos compararlos con pelotas de diversos deportes, los hace parecer más reales y agresivos.

Escuchó con atención todo lo que tenía para decir, y tomó nota de todo lo que le pareció curioso o un dato trascendente. Me explicó que mi cerebelo tardaría meses en volver a expandirse a su máxima capacidad y que reconectarse con el espacio también sería un desafío para mí. Inmediatamente pensé en las asanas invertidas, en la parada de cabeza, y en otras cosas que aún no he vuelto a hacer y que extraño. Meses. Meses era mejor que nunca.

Y lo que fuese a surgir, yo iba a amar eso… lo que pueda ser…

Esto de la ubicación espacial es curioso, porque mi cerebelo procesa información que viene del oído medio y de los movimientos que hago, como una forma de medir dónde está el suelo, la pared, etcétera… hay movimientos que me dan la sensación de estar enfrentándome al infinito, y no quizá a la almohada o la puerta del baño.

Estos síntomas extraños me dan sensación de fragilidad, y las imágenes que vi en pantalla en el consultorio a la vez me hacen sentir fuerte, de a ratos indestructible. Creo que esa mezcla de sensaciones representa eso de «amar lo que es».

Esa combinación extraña de sensibilidad y resiliencia, es la que nos da permiso para probar algo distinto, para sentirnos alegres de haber superado algo que parecía insuperable. Cada paso es un logro, y aunque este no sea el último, me devolvió la visión de que la salud es un proceso, un equilibrio, y por sobre todo aceptación y calma.

Le pregunto al médico cuándo vuelvo a verlo, y me dice que todo está tan bien que él cree que directamente cuando se cumpla un año de la operación, no antes. «Cuando menos lo vea, por mí mejor, usted fue el que me abrió la cabeza con una sierra» le contesto y ambos nos reímos.

Cuando llegué de nuevo a la calle, había salido el sol: ya no nevaba. No importa, también hubiese amado que hubiera seguido nevando.

Lucas Casanova